jueves, 25 de agosto de 2011

Cap. VII "El Principito"


Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida 
del principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente 
meditado en silencio:
—Si un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?
—Un cordero se come todo lo que encuentra.
—¿Y también las flores que tienen espinas?
—Sí; también las flores que tienen espinas.
—Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar  un perno demasiado 
apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera 
agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.
—¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado 
por la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que se me ocurrió:
—Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.
—¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:
—¡No te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen 
terribles con sus espinas… 
No le respondí nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este perno me 
resiste un poco más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me interrumpió de nuevo mis 
pensamientos:
—¿Tú crees que las flores…?
—¡No, no creo nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme 
de cosas serias.
Me miró estupefacto.
—¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le 
parecía muy feo.
—¡Hablas como las personas mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió:
—¡Lo confundes todo…todo lo mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.
—Conozco un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha 
mirado una estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo 
el  día se lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo soy un hombre serio!"… Al parecer 
esto le llena de orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!
—¿Un qué?
—Un hongo.
El principito estaba pálido de cólera.
—Hace millones de años que las flores tiene espinas y hace también millones de años que los 
corderos, a pesar de las espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las 
flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven para nada? ¿Es que no es importante 
la guerra de los corderos y las flores? ¿No es esto más serio e importante que las sumas de un señor 
gordo y colorado? Y si yo sé de una flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en 
mi planeta; si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto 
no es importante?
El principito enrojeció y después continuó:9
—Si alguien ama a una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, 
basta que las mire para ser dichoso. Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero si 
el cordero se la come, para él es como si de pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es 
importante!
No pudo decir más y estalló bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo había soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo, el 
perno, la sed y la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un principito a quien 
consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí diciéndole: "la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré 
un bozal para tu cordero y una armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo consolarle y 
hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las
lágrimas! 

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